19/12/18

misa del espectador

Me dice: intento ir a misa
todas las semanas. 
Le digo: yo al cine. 
Es mi eucaristía, 
el cine. 
Es mi precepto, 
mi sacramento,
es una promesa de salvación. 
Los cines 
son las iglesias.

3/12/18

eterno resplandor de la mente inmaculada

Andy Silverman, el veterano cómico judío, el hombre que ha hecho reír a varias generaciones de norteamericanos, y por extensión, a varios millones de personas alrededor del mundo. Andy Silverman, la leyenda, recibe esta noche el premio a una carrera entregada al público. 

Más de 3000 asistentes puestos en pie, una ovación sincera y unánime, aplauden a la discreta figura que avanza con pasos cortos pero enérgicos a través del pasillo central. Nick Dixon, un detective genital, Bananas go Bananas, Mi loca leprosería. Y los monólogos, los libros. Todas las reflexiones ingeniosas. Las entrevistas en ropa interior. Aquella en el cuarto de baño de un avión. Aquella sobre una enorme pila de estiércol. Andy Silverman, ojalá fuéramos tú. Ojalá lo hubiéramos sido en algún momento al menos.

Después de subir al escenario dando un salto, el único sonido en todo el teatro es el del papel, desdoblándose, que extrae del bolsillo interior de su chaqueta. Hasta él necesita un guión en una situación como ésta. Viejo Silverman, lunático maravilloso, con qué nos saldrás esta vez.

El repaso a su vida es conmovedor y ocurrente, las lágrimas del auditorio pasan de la hilaridad a la emoción a través de sus estados intermedios. De pronto Andy hace una parada. Sonríe, agacha la cabeza. Hasta él se turba en una situación como ésta. «No, no es eso. Es que, veréis, no entiendo lo que pone aquí. No entiendo mi propia letra». Tan típico de Andy. Tan Silverman. Nadie ha conseguido dominar igual de bien el ritmo en la comedia. Las pausas y los silencios.

La parte final del discurso provoca que los presentes estallen en una salva de aplausos que dura varios minutos. Continúa mientras Andy Silverman recoge el galardón. Mientras saluda dando las gracias. Mientras baja de las tablas.

El texto que Andy ha leído vuelve a estar en el bolsillo interior de su chaqueta. No lo ha escrito a mano. Está escrito en letras de molde. Courier, tamaño 12. Igual que siempre.

Continúa mientras Andy Silverman camina por el pasillo central.

Ha querido guardarse esa pequeña broma para sí mismo.

Continúa mientras Andy Silverman se pierde entre las sombras del fondo del teatro.

Porque la certeza de que está comenzando a olvidar cómo se lee y todas las demás cosas es demasiado para él, y no conoce otra manera de enfrentarlo.

Continúa mientras Andy Silverman abre la puerta de salida. Y se va.

12/11/18

sálvanos, hombre trivago

El sonido del parqué crujiendo 
bajo gruesos calcetines de lana. 
Gruesos jerséis de lana 
y una taza de chocolate caliente.
Treme en Blue-ray. 
Cocinar con una copa de vino blanco,
Massive Attack al Mad Cool. 
Tabaco, de fiesta. 
Un porro después de cenar,
en contadas ocasiones  
(cocaína, una vez).
Fruta. La fruta. 
Paula. 
Mónica. 
Esther. 
Algo cercano a una experiencia homosexual
en la escuela de negocios. 
Arquitectura. La arquitectura. 
Sobrinos
con gruesos jerséis de lana.  
Ligeros problemas de espalda,
spinning, lo mejor.
Patinete eléctrico,
un modelo sostenible. 
Mochilero en Latinoamérica,
cuatro estrellas en Berlín.
Nochevieja en Rabat,
inspiración nórdica. 
El hijo predilecto de Europa. 
Por favor, Hombre Trivago. 
Hombre Trivago, por lo que más quieras,
sálvanos de toda esta inmundicia. 
No más miradas desesperadas, 
no más abatimiento, 
no más reclusión. 
Enséñanos tus fotos
en restaurantes balineses, 
ayúdanos a soñar. 

8/11/18

valtari

En un primer momento se me había pasado por la cabeza que esto lo escribiera Valtari. Colocarlo sobre el teclado y a ver. 6vr66r ¡4nkññññsc owqioikcanlñfweo. Algo parecido a eso. Pero Valtari es muy grande y me da no sé qué ponerlo ahí. Está fuera, voy a salir a fumar y os cuento cómo de grande es. 

Lo que yo decía. Muy grande. Valtari es un gato. Gatazzo. Está gordo y si le frotas el lomo se deja caer como un niño gordo. Luego te muerde y no existe otra manera de que haga algo de ejercicio, uno o dos abdominales espasmódicos. Tiene la cabeza de un gato callejero y el cuerpo más o menos de un bosque de Noruega, que es una raza de gatos que hay. Por eso se llama Valtari. Por el disco de Sigur Rós. Que Sigur Rós sean islandeses en lugar de noruegos no guarda ninguna relación. Los bosque de Noruega cazan ratones, pueden pescar peces y son ágiles y juguetones. Valtari no. Valtari hace lo que le sale de los cojones. Valtari no tiene cojones, pero ni siquiera eso es un impedimento para que lo haga. 

Valtari está obsesionado con la manguera de la terraza. A veces come hierba y otras se escapa a Pequeño Prípiat (me doy perfecta cuenta de que no sabéis qué es Pequeño Prípiat). Tiene manicas como de mono y te partes de risa con él cuando en mitad de un maullido se le escapa un bostezo. Si le tiras un palo, te lo trae. Durante las últimas semanas nos fuimos uno a uno a pasar varios días fuera y Valtari se estresó. Intenté convencerle de que no estaba en una película de terror en la que los personajes van desapareciendo poco a poco, no me hizo caso. Nunca me hace caso porque según parece prefiere a las mujeres. Lo entiendo. Por la mañana le cojo de la cara y le digo: «Valtari, tío, tienes treinta y tantos años [su edad de gato], ya va siendo hora de que te comportes como una persona normal». Nada. Le da igual. También entiendo eso.

Algunas tardes viene a verle otro gato al que llamamos Batman (si al final resulta ser una gata la llamaremos Catwoman), aunque ocurre como cuando yo trato de explicarle las cosas. Se miran un rato, conforme. A lo mejor hasta intercambian cuatro chascarrillos, pero Valtari pasa enseguida a lamerse allí donde solían alojarse sus pelotas.  

No sé qué más contaros de él. Se le han puesto los ojos de medianoche y está frenético perdido tratando de conseguir un trozo de pavo. Ven, Voltarén, satánico animal. Firma; anda. 

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20/8/18

esperanzas grandes

Lo que las hacía grandes era que se conocieron en el cuarto de baño de la casa de un amigo en común durante una fiesta. Esperanza estaba tumbada en el suelo porque se había mareado porque llevaba varios días sin comer prácticamente nada porque su novio la había dejado. Tenía la mirada fija en una mancha de humedad del techo cuya forma no recordaba a ninguna cosa en particular. Pensaba en que desde luego no estaba para fiestas y rezaba para que nadie entrara en el cuarto de baño en ese momento. 

En ese momento Esperanza entró en el cuarto de baño y vio a Esperanza tumbada en el suelo. «Oh, madre mía, ¿estás bien?». Luego le pediría perdón por no haberla ayudado a levantarse en lugar de seguir andando hacia la taza del váter, pero se meaba de verdad. «Sí, estoy bien. Estoy… cansada». También las hacía grandes eso. Cuando Esperanza la ayudó a levantarse y le preguntó cómo se llamaba, Esperanza dijo que Esperanza, y Esperanza encontró muchas más similitudes en el fondo de los ojos de Esperanza con lo que había en el fondo de los suyos que en la concordancia de los nombres, aun siendo poco habituales. Esperanza entonces, por animarla a ella y animarse a sí misma, dijo que eran grandes Esperanzas. Esperanza sonrió por primera vez en una semana. 

Lo que las hacía grandes era que así se hicieron amigas. Grandes amigas. Amigas grandes. Así se hicieron grandes la una a la otra. Ocurrió que tiempo después de aquello, aunque ninguna de las dos había salido con una mujer antes, empezaron a salir juntas. Durante un tiempo. Hasta que eso terminó, como terminan la mayoría de historias de este tipo, por otra parte. Pero que eso terminara no impidió que siguieran siendo amigas y que siguieran siendo grandes. Lo que las hacía más grandes todavía.

9/7/18

los años duros

No estuvieron mal los años duros, ¿eh?
En cuanto a dureza,
me refiero.
Fueron bastante duros,
cumplieron con su cometido,
estuvieron bastante bien,
de hecho,
en ese sentido.
Todo parecía ponerse en contra, ¿eh?
Mucha mala suerte durante los duros años
duros,
(el autocorrector me sugiere «muros»
y pienso: sí,
hubo muchos muros, duros),
malas decisiones
también.
No le vimos los dientes al lobo,
pero vimos agitarse matorrales
a nuestro alrededor,
lo recordarás.
Te escribo desde aquí aún,
desde los años duros
todavía,
para que nos riamos juntos
cuando lo leas
en el futuro.
Algún día nos reiremos de esto,
ya sabes.
Diremos:
los años duros,
qué gracioso.
Qué divertido resulta
aquello,
ahora que los auténticos años duros
no han hecho más que empezar.

19/6/18

ingolstadt

No te preocupes que si la conversación dura lo suficiente ya se las arregla él para hacerla desembocar en revelaciones que, hombre, así a bote pronto, como no le conozcas mucho o le acabes de conocer o aunque le conozcas de toda la vida, resultan un poco violentas. No sabe tú, así, como ejemplo, pero él ha probado el sexo anal, por supuesto que claro que sí. Te lo cuenta con eso muy suyo de acercar su cara demasiado a la de los demás y reírse como un cortacésped. Te lo cuenta ─lo sabe el barrio entero─ porque una vez terminó medioliándose con una tal Ana, voluminosa de impresionar, pero la tía iba tan borracha que se quedó dormida in medias res. Sexo anal. Se troncha. Muy celebrado también (por él) lo de unos años atrás, cuando cayó un premio importante del gordo de Navidad debajo de su casa (le tocaron 144,55 euros de mierda) y vinieron los de Coslada TV, y ante la ranciada del periodista de «¿Qué va a hacer usted con tanto dinero?», replicó con un fósil a la altura: «Tapar agujeros». «Muy bien, muy bien, enhorabuena», se retira el presentador complacido en los vídeos de la época a la caza de algún otro residente al que entrevistar. Ahí puede verse cómo nuestro hombre intercepta el brazo del reportero en su huida y acerca la boca al micrófono repitiendo «tapar agujeros». «Tapar agujeros, claro, muy bien». Y una vez más: «Agujeros». Cortacésped. Que pensaba invertir en irse de putas, vamos. La risión. Los vecinos le aprecian. Es una buena persona, no cae mal en realidad. Tiene bastantes amigos. Le quieren. Ayer por la mañana sufrió un accidente en la fábrica con una fresadora. Sigue en el hospital porque han tenido que amputarle dos dedos. Todavía no ha ido a visitarle nadie.

21/5/18

es 1999

De acuerdo. Ahora imagina esto. Es 1999. Faltan once años para el lanzamiento de Instagram. En la radio suenan los Backstreet Boys, Britney Spears o Tender de Blur. Trabajas en una tienda de fotografía, es verano y es el verano previo a que empieces la universidad. Tus padres querían que lo hicieras y el dinero no te viene nada mal. Estás revelando el carrete que alguien te ha confiado hace un rato. Las fotos tienen que entregarse mañana, revelados en 24 horas, ya sabes, 1999. El carrete es de 36. Dentro de la cubeta las imágenes se aclaran poco a poco. Atónito, compruebas que en todas ellas aparece el cliente retratado. Primeros planos. Fotos a él mismo, autofotos. Tomadas a escasos centímetros de su cara. Los ojos muy abiertos, sonríe. Una sonrisa hiperbólica, extraña, grotesca. En varias proyecta los labios hacia el espectador, como si estuviera enviándole un beso. En algunas aparece con unas orejas y un hocico de conejo. En una con dos ancianos de mirada confundida, aturdidos, cansados, sus padres tal vez. En otra sostiene a un bebé. ¿Cuánto tiempo tardas en llamar a la policía?

9/4/18

2024

En 2024 lo que se llevaba era terminar en la cárcel (el consumo compulsivo de Netflix, con consecuencias tales como pérdida total de visión o supresión de la individualidad, había dejado de ser un reto estimulante). Conseguir que te llamaran fascista, estalinista, misógino, terrorista o asesino era bastante sencillo. Bastaba con escribir cualquier cosa. Para llegar a la cárcel había que esforzarse un poco más. Así que la juventud estudiaba a los clásicos buscando en aquellos libros una fórmula precisa para acabar entre rejas. Podías decapitar a tu padre y violar su cabeza, poner una bomba en una guardería o abandonar a tu abuela desnuda en el bosque a medianoche, pero las redes sociales eran lo único que te garantizaba el acceso a una prisión de máxima seguridad.

Una vez allí resultaba primordial subsistir. Superada esta primera fase había que ascender hasta lo más alto. Hasta la cúspide de los reclusos más execrables. Sólo unos pocos lo conseguían. Cualquier pequeño desliz y podías quedarte en el camino, pasando a desempeñar un puesto dentro de cualquiera de los estamentos simplemente ignorados de la sociedad. Cultura, ciencia, educación o cargos todavía peores. Riesgo elevado, a la altura de la recompensa: un torneo a muerte entre los presos que integraban la jerarquía superior se celebraba cada poco tiempo. El evento era retransmitido por Instagram (había sustituido a cualquier otro medio de información) para todo el planeta (al fin existían certezas de que era plano).

De ahí salía un único vencedor (las guerras civiles del extremarcado no habían resuelto el uso conveniente del lenguaje inclusivo, ora en femenino, ora en masculino, como tampoco tuvo éxito la neolengua sintética denominada ‘persona’ que pretendía ser perfectamente equitativa, así que no existirían avances en otros ámbitos relacionados con la igualdad, mucho menos urgentes, hasta que no se solucionara esto) que pasaba a formar parte del programa de promoción Supervivientes, emitido también por Instagram. Él y otros influencers combatían (siempre a muerte) por un perfil en Facebook con 50 000 amigos de partida y por la presidencia del Gobierno. El tuit adecuado podía llevarte a ser presidente en menos de seis meses, el plazo en que se producía su renovación. Ningún político era capaz de aguantar más tiempo sin corromperse.

5/3/18

catedrales de cera en miniatura ignoradas por todos

Esta noche he conseguido traspasar las puertas de una pequeña catedral construida en las profundidades de algún voivodato polaco. Un viejo secreto europeo. Avanzaba por la planta central como transportado en una esfera de ámbar sin poder escuchar el bullicio de la gente, abrumado por las caras y los brazos y las cabezas. Por las estatuas, las bóvedas, los santos y las arcadas.

Poseía esta catedral unos mecanismos dispuestos a lo largo de las naves laterales, de manera que dejaban caer desde lo alto gruesos hilos de cera tibia. La cera descendía, el aire frío del templo la solidificaba y al tocar el suelo iba tomando la forma de la catedral. Reproducciones exactas, cada minúsculo detalle replicado a escala, distribuidas longitudinalmente sobre las losas de mármol.

Yo estaba debajo de uno de los dispositivos y una catedral de cera en miniatura ha brotado en mis manos. Tenía calientes las manos, la miniatura se deshacía. He ido a buscar a los demás, pero cuando los he encontrado ya no quedaba nada, magma blanco fundiéndose entre los dedos. Algunos no me han creído (ni siquiera se reían). La mayoría lo ha hecho, pero ya era muy tarde y estaban muy cansados, querían irse a dormir y a soñar con otras cosas.